Cuentos, cuentos y más cuentos, para colgarlos para robarlos, para que rueden, para que rueden...

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7/11/12

spot de la obra por Javier Becerra Heraud


Y cuentan que un día se animó y decidió contar los cuentos de ese autor que le encantaba y que le hacía reír con esa risa cachacienta, tan local, tan caradura. Hay cosas que no han cambiado nada en los las últimas décadas.


"Solo para Ribeyro" porque estoy sola en escena, con los libros, con los personajes… con el cigarro caprichoso. No soy fumadora, pero creo tener algunos "vicios" y también me pregunto por qué.  No pienso que la gente "de color modesto" sea inferior a la blanca (que sería de color… , no me considero racista, sin embargo he tenido reacciones que me han sorprendido y molestado mucho. Las tres gracias no creo que, donde quiera que estén, den las gracias porque las hayan confundido con unas putas.





26/9/12

LA BOTELLA DE CHICHA de Julio Ramón Ribeyro



En una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y, como me era imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza de encontrar algún objeto vendible o pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se trataba de una chicha que hacía más de quince años recibiéramos de una hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría cuando yo «me recibiera de bachiller». Mi madre, por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día «que se casara». Pero ni mi hermana se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar, por lo cual la chicha continuaba durmiendo el sueño de los justos y cobrando aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.
Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Luego de un paciente trabajo corté el alambre y extraje el corcho, que salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su antiguo lugar para disimular en parte las trazas de mi delito. Regresé a casa y, para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una buena medida de vinagre, la alambré, la encorché y la acosté en su almohadón.
Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
—Fíjate lo que tengo —dije mostrándole el recipiente—. Una chicha de jora de veinte años. Solo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
Don Eduardo se echó a reír.
—¡A mí!, ¡a mí! —exclamó señalándose el pecho—. ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no solo de veinte años atrás. ¡No me fío de esas historias! ¡Como si las fuera a creer!
—Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.
—¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría el día borracho, y, lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.
Durante media hora recorrí todas las chicherías y bares de la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me dejaron hablar. Mi última decisión fue ofrecer mi producto en las casas particulares, pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial.
Humillado por este incidente, resolví regresar a mi casa. En el camino pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero luego consideré que mi conducta sería egoísta, que no podía privar a mi familia de su pequeño tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella y esperar, para beberla, a que mi hermana se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.
Cuando llegué a casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocultar la pipa de barro tras una pila de periódicos.
—¿Eres tú el que anda por allí? —preguntó mi madre, encendiendo la luz—. ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre! que ha preguntado por ti.
Cuando ingresé a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Apenas pude abrazar a mi hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. «Cuando tu hermano regrese», era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas, pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina.
—Ahora que todos estamos reunidos —habló mi padre—, vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha —y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.
La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y, llegado el momento del brindis, observé que las copas se dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes exclamaciones de placer.
—¡Excelente bebida!
—¡Nunca he tomado algo semejante!
—¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada?
—¡Es digna de un cardenal!
—¡Yo que soy experto en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como esta ninguna!
Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
—Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada.
El único que, naturalmente, no bebió una gota fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.
Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara a mi padre si no tenía por allí otra botellita escondida.
—¡Oh, no! —replicó—. ¡De estas cosas solo una! Es mucho pedir.
Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados que me creí en la obligación de intervenir.
—Yo tengo por allí una pipa con chicha.
—¿Tú? —preguntó mi padre, sorprendido.
—Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla... Dijo que era muy antigua.
—¡Bah! ¡Cuentos!
—Y yo se la compré por cinco soles.
—¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
—A ver, la probaremos —dijo mi hermano—. Así veremos la diferencia.
—Sí, ¡que la traiga! —pidieron los invitados.
Mi padre, al ver tal expectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina. Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofeo entre las manos.
—¡Aquí está! —exclamé, entregándosela a mi padre.
—¡Hum! —dijo él, observando la pipa con desconfianza—. Estas pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré una parecida hace poco —y acercó la nariz al recipiente—. ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado —y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y, después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino.
—¡Vinagre!
—¡Me descompone el estómago!
—Pero ¿es que esto se puede tomar?
—¡Es para morirse!
Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de calle.
—Ya te lo decía. ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!
Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido de botija rota estalló en un segundo. Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la acera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromisos, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil la pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó, la olió y la meó.

                                                                                                                      París, 1955

17/4/12

El elefante entero. Enviado por Floritza Portella



En todos los juicios que yo hago sobre ti, hay un juicio sobre mí mismo... Y ambos son igualmente ciertos o falsos. Mientras piense que yo estoy en posesión de la verdad y tú no lo estás, crearé separación, desigualdad y estableceré las bases para que el sufrimiento se instale en mi vida. Lo mismo ocurre si pienso que tú posees la verdad y yo no.

La realidad es que ambos poseemos una parte de la verdad y una parte de ilusión. Los dos miramos al mismo elefante, pero tú ves la cola y yo veo el tronco. Cuando se mira por separado, la cola y el tronco parecen que no tienen nada en común. Sólo cuando se ve la totalidad del elefante es cuando la cola y el tronco unidos, cobran sentido. No importa cuanto me esfuerce, me es imposible ver el significado de tu parte. La cola no comprende ni el porqué, ni la razón del tronco. La única forma en la que admitiré tu experiencia es aceptarla como cierta, de la misma manera que acepto la mía como tal.

Debo dar la misma credibilidad a tus percepciones que a las mías. Hasta que no establezcamos esta igualdad, la semilla del conflicto permanecerá entre nosotros. No es necesario que diga que tú tienes razón y que yo estoy equivocado. No necesito reemplazar mi verdad por la tuya, o vivir mi vida según tus premisas. ni tampoco es preciso que diga que tú estás equivocado y que insista en que debes vivir tu vida según mis condiciones. Estas exigencias provienen de la inseguridad y de la falsa creencia de que, para amarnos los unos a los otros, debemos estar de acuerdo. No es cierto.

Para amarte debo aceptarte tal y como eres. Es lo único que debo hacer. ¡Pero eso es mucho! Aceptarte a ti tal y como eres, es una proposición tan profunda, como aceptarme a mí mismo tal y como soy. Es una tarea formidable, dada mi poco experiencia en este campo.

Permitir que tengas tu experiencia es el principio. Aprendo a respetar lo que piensas y sientes incluso cuando no me gusta o no estoy de acuerdo con ello. Incluso aunque me disguste.

En lugar de hacerte responsable del dolor que siento en relación a ti, aprendo a enfrentarme a mi propio dolor. Mi reacción a tu experiencia -positiva o negativa- me proporciona información sobre mí mismo.

El compromiso conmigo mismo y contigo es trabajar con mi propio dolor, no responsabilizarte a ti de él.

Sólo cuando te devuelva el don de tu propia experiencia, sin importarte mis propios pensamientos y sentimientos sobre ella, te amaré sin condiciones.

Cuando acepte tu experiencia tal cual es, sin sentir la necesidad de cambiarla, te respetaré y te trataré como a un ser espiritual.

Mis pensamientos y sentimientos tienen importancia en sí mismos, pero no como comentarios o acusaciones a tu experiencia. Al comunicar lo que pienso o siento sin hacerte responsable de mis pensamientos o sentimientos, acepto mi propia experiencia y permito que tú tengas la tuya.

En las relaciones, al igual que en la conciencia, las dos caras de la moneda deben ser aceptadas como iguales. Una persona no superará el conflicto hasta que la experiencia de ambas haya sido respetada.

La cuestión no es nunca el acuerdo, aunque lo parezca. La cuestión es: ¿Somos capaces de respetar nuestra experiencia mutuamente?

Cuando sentimos que la otra persona nos acepta tal y como somos, tenemos la motivación para adaptarnos el uno al otro. Adaptarse es hacerle al otro un lugar junto a nosotros; es no imponerse ni que se nos impongan.

Una vez que se llega a la adaptación, ambas partes moran juntas. El hombre y la mujer, el blanco con el negro, el rico con el pobre, los judíos con los cristianos. Aceptar nuestras diferencias es honrar la humanidad que tenemos en común, es bendecir mutua y profundamente la experiencia que compartimos.

De modo que la cola y el tronco discutirán hasta ponerse morados y ninguno de los dos ganará la discusión. Ambas experiencias son igualmente válidas. Al permitir que esto sea posible, el elefante empieza a cobrar forma. Al aceptar la validez de tu experiencia sin intentar cambiarla, sin intentar que sea algo más parecida a la mía, mi propia experiencia empezará a adquirir un mayor significado. Cuando te contemplo como a un igual y no como a alguien que precisa ser educado, reformado o determinado, el significado de nuestra relación se revela por sí mismo. Cuando se le da la bienvenida a cada parte, el todo empieza a tomar forma y resulta más fácil comprender y apreciar el significado de las partes.

Un mundo que pretende conseguir un acuerdo, encontrará conflicto y sectarismo. Un mundo que proporciona un espacio seguro a la diversidad, encontrará la unidad esencial para convertirse en entero. Frente a los opuestos tenemos dos opciones: resistirlos o abrazarlos. Si los resistimos, provocaremos un conflicto entre el yo y el otro. Si los aceptamos, los integraremos como agentes dinámicos y originaremos una transformación alquímica en el interior del yo.

** Texto extraido del libro "El Despertar" de Paul Ferrini

20/1/12

ANANSI trata de robar toda la sabiduría del mundo




Nosotros no sabemos. Nosotros no sabemos, pero se cuenta que:

Anansi, la araña, sabía que no era tan sabio. Era muy astuto pero no sabio. Entonces pensó: “si logro tomar toda la sabiduría del mundo y la pongo dentro de una calabaza, nadie será más sabio que yo”.
Anansi buscó por todos los rincones del mundo, desde el este hacia el oeste, de norte a sur, por Europa, Asia, América norte, África, América del sur y Oceanía.  Le pidió a toda la gente que se encontraba que pusiera un poco de su sabiduría en la calabaza. La gente se reía, pero todos dieron un poco de sabiduría a Anansi, sabiendo que sabría usarla… Al poco tiempo Anansi tenía su calabaza llena de sabiduría.
Anansi pensó donde iba a poner toda su sabiduría de manera que nadie pueda usarla, haciéndole parecer siempre el más sabio de todos. Miró arriba de un árbol muy alto y decidió colocar allí su calabaza, donde nadie la podría encontrar jamás.
Anansi tomó una tela y se la amarró a la cintura, luego amarró la calabaza y la puso delante suyo, de modo que, al intentar trepar el árbol, la calabaza se lo impedía, de mil maneras trató y trató y trató…
Por el camino venía el hijo menor de Asansi.
“Padre, ¿qué estás haciendo?
“Estoy trepando este árbol con esta calabaza llena de sabiduría”
“Padre, será mejor que pongas la calabaza detrás de ti y no delante, será más fácil trepar el árbol”
Anansi se quedó quieto un buen rato, inmóvil. Luego dijo “¿no es hora de que vayas a casa?”
La pequeña araña se fue a su casa. Anansi entonces cambió el lugar de la calabaza y la colocó detrás de su cintura. Trepó el árbol.
Desde la cima de la montaña habló fuerte, “he recolectado una calabaza llena de sabiduría, aún así mi hijo pequeño es más sabio que yo! ¡tengan su sabiduría de vuelta!
Anansi rompió la calabaza y liberó toda la sabiduría para que se la lleve el viento, el viento así lo hizo, llevó la sabiduría flotando a todos lados. Así es como todo el mundo obtuvo la sabiduría.
Y aquellos que no corrieron para alcanzar un poco, pues… perdónenme por decirlo… son… unos tontos.

Ésta es mi historia que les he contado. Si es dulce, o si no es dulce, llévensela a casa. Y dejen que un poquito de ella regrese a mi. 

18/1/12

Palabras Mágicas- de Antonio Rengifo




Palabras mágicas

Al iniciar el juego amoroso mi pareja tomó diligentemente mi sexo, que estaba flácido.  Ante esta situación, se me ocurrió musitarle al oído:  ya que tienes a Lázaro en tu mano, dime dos palabras mágicas, alusivas al momento; pero, que sean de la Biblia

Inmediatamente, respondió con el entusiasmo de quien cree haber acertado:  SÉSAMO,  ¡ÁBRETE!

Sin dejar de sonreír, le advertí:  esas palabras mágicas no son de la Biblia; sino del cuento, Alí Babá y los cuarenta ladrones

Mientras tanto, ella seguía acariciando a Lázaro; pero, aún no despegaba.

Volví a insistir en mi propósito:  haz un esfuerzo y recuerda cuáles son esas dos palabras mágicas de la BibliaPero, no se acordaba o no había leído la Biblia. 

Entonces, me concentré y con toda devoción pronuncié esas palabras mágicas:  LÁZARO,  ¡LEVÁNTATE¡

En efecto, Lázaro enarboló con brío el gallardete del Dios del Amor.








Moralejalea la Biblia

Antonio Rengifo Balarezo
Sociedad Bíblica Los Testículos de Jehová
Lima, 31/10/2011.